lunes, 16 de enero de 2017

La historia de brujería y superstición que inspiró a la pintura

Quizá no haya lugar más maravilloso en la vieja España que el horizonte navarro. Con el color verde colmando la mirada y una conformación arquitectónica de antiguas opulencias, belleza desbordada y contemporaneidad sugerente, esta comunidad ibérica seduce con cada uno de sus rincones. Incluso en ése donde susurran las brujas. En medio de las montañas, allá por el siglo XVI,  el acontecimiento más oscuro y tenebroso que pudo haberse registrado en los casos de brujería se abrió plaza y aún se guarda el temor, además de un análisis profundo, en torno a la mujer y su mística conexión con el diablo. Ligazón que hoy podemos entender como intelecto desafiante y mística apabullante.

Lo ocurrido en Zugarramurdi es parte indispensable de la historia oscura en el mundo que vivimos, de ese archivo escabroso donde se guardan –y a veces sepultan– los negros o vergonzosos pasajes de una civilización que, aunque se quiera, se hacen difíciles de olvidar. Ya sea por compromiso con la memoria o porque el pasado, efectivamente, nos persigue.
Ejemplo más brillante, aunque no por ello menos tenebroso, es el de la pintura “El aquelarre” que realizó hace siglos Francisco de Goya. Pero vamos despacio y por puntos.

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En 1608 el rey francés Enrique IV, devoto inmaculado y ferviente guerrero de la fe, organizó una cruzada guiada por él mismo y comandada por el supuesto dedo de Dios con el fin único de eliminar cualquier rastro, acto o sospecha de las fuerzas ajenas al cielo. Todo aquello que indicara relación alguna con la oscuridad y la hechicería se sometía a un estricto ejército de caballeros y jueces. Todo este movimiento religioso, y por lo tanto político, hizo que muchas mujeres emigraran temiendo ser perseguidas por el más mínimo motivo o la más insignificante.
Así, muchas de estas jóvenes llegaron hasta tierras españolas, especialmente Zugarramurdi. Lamentablemente, el pánico por la brujería también se había extendido hasta esos lares; su extraña lengua, ropaje, cansancio y búsqueda de plantas medicinales, no ocasionaron otra cosa además de sospechas, murmuros y acusaciones. Las cuales, fatídicamente, forjaron una tremenda red de habladurías que terminaron por llamar a la Inquisición misma.
En junio de 1610 los inquisidores del tribunal de Logroño acordaron la sentencia de culpabilidad para 29 acusados; el 7 de noviembre de 1610 se celebrara el auto de fe en dicho lugar y once supuestas brujas ardieron en la plaza mayor, aunque cinco de ellas ya habían fallecido durante el proceso debido a las torturas o al suicidio. 187 años después, se cree que influenciado por Moratín, Goya rescató del olvido el escrito que constata tan escabroso episodio en la Iglesia y la humanidad; con ello, explican los expertos, el zaragozano quería formular una crítica tanto al clero como a la ignorancia y la superstición de los estúpidos.
A la izquierda cuelgan de un palo varios niños, demacrados y esqueléticos son el resultado gráfico de que a las llamadas brujas les hicieron confesar en aquel entonces que, a sus propios hijos, les chupaban la sangre por el ano y los genitales hasta la muerte. Goya lo plasmó con absoluta y sensible maestría lo que la Inquisición consiguió que confesaran en su serie de las Pinturas negras, dotando entonces a la posteridad el recuerdo vivo de una de las tragedias más macabras en la evolución del hombre.





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